Mi visión del filosofar (fragmento)

Por: Carlos París
Fuente: http://www.carlosparis.wordpress.com (11.04.08)

Lección Magistral con motivo del nombramiento como Profesor Emérito

Como punto de partida, pero también como guía e incluso como contenido de nuestra reflexión podríamos recordar la afirmación de Kant: “No se aprende filosofía, se aprende a filosofar”. Frente a la rígida transmisión de esquemas doctrinales el esfuerzo creador que nos vivifica. Realmente aquello que expresa ya la designación de nuestra actividad como amor inexhausto hacia la sabiduría, no como sosegada y quiescente posesión de ésta.

Más, ¿por qué filosofar? ¿Qué sentido tiene la actividad filosófica? Radicalmente responde a la pasión del conocimiento y expresa a ésta. Brota la filosofía de la insobornable voluntad de saber, de la búsqueda y encuentro más o menos parcial de la verdad y como tal puede llegar a convenirse en un impulso absorbente.

Como muchos de los presentes, evidentemente los estudiosos de la filosofía en particular, recordarán, iniciaba Aristóteles su Metafísica afirmando que todos los seres humanos experimentan por naturaleza el placer de conocer. Y en su Ética a Nicómaco considera que la vida teorética, el ejercicio del “Nous” constituye la mayor realización del ser humano, siendo la actividad que proporciona la felicidad más perfecta. Tales afirmaciones podrían ser comentadas y contextualizadas minuciosamente. Así en su referencia a un concepto de “naturaleza humana”, o en sus matices elitistas. Pero en estos momentos querría sólo atender a una de sus resonancias, aquella en que se nos presentan como extrapolación de una experiencia peculiar vivida intensamente por Aristóteles, la del “bios theoretikós”. La cual contrasta, sin embargo, con el actuar de la mayoría de los hombres, con la vida común, más orientada a la búsqueda de las riquezas, del poder o de los placeres materiales que hacia la persecución de la sabiduría.

Y así la figura del filósofo no ha dejado de recortarse en muchos momentos con un perfil extraño. En esta perspectiva, gráfica y brillantemente, Werner Jaeger ha descrito la imagen social producida por los primeros filósofos helénicos. “Lo que salta claramente a la vista en la figura humana de estos primeros filósofos que no se atribuyeron, naturalmente, a sí mismos este nombre platónico es su peculiar actitud espiritual: su consagración incondicional al conocimiento, al estudio y profundización del ser por si mismo. Esta actitud pareció a los griegos posteriores y aún a los contemporáneos, algo completamente paradójico, pero suscitó, al mismo tiempo, su más alta ¿admiración. La sosegada indiferencia de aquellos investigadores por las cosas que parecían importantes al resto de los hombres, como el dinero, el honor, incluso la casa y la familia; su aparente ceguera para sus propios intereses y su indiferencia ante las emociones en la plaza pública dio lugar a conocidas anécdotas relativas a la actitud espiritual de aquellos pensadores, que.. fueron puestas como ejemplo y modelo del “bios theoretikós”, considerado por Platón como la verdadera praxis de los filósofos. En estas anécdotas, el filósofo es el gran extravagante, algo misterioso, pero digno de estima, que se levanta por encima de la sociedad de los hombres o se separa deliberadamente de ella para consagrarse a sus estudios. Es ingenuo como un niño, torpe y poco práctico y existe fuera de las condiciones del espacio y del tiempo. El sabio Thales, abstraído por la observación de algún fenómeno celeste cae en un pozo y su criada, natural de Tracia, se burla de él porque quiere saber las cosas del cielo y no ve lo que hay bajo sus pies. Pitágoras al serle preguntado por qué vive, responde: Para considerar el cielo y las estrellas. Anaxágoras, acusado de no cuidar de su familia ni de su patria, señala con la mano hacia el cielo y dice: Allí está mi patria. Común a todos es esta incomprensible consagración al conocimiento del cosmos, a la “meteorología”, como se decía todavía entonces en un sentido más amplio y más profundo, es decir a la ciencia de las cosas de lo alto. La conducta y las aspiraciones de los filósofos son excesivas y extravagantes en el sentir del pueblo, y la creencia popular de los griegos es que aquellos hombres sutiles y cavilosos son desgraciados porque son “perittós”. Esto es intraducible, pero se refiere evidentemente a la hybris, pues el pensador traspasa los limites trazados al espíritu humano por la envidia de los dioses.”
El largo y divertido texto que acabo de leer nos presenta la imagen de los primeros filósofos de nuestra tradición occidental a una luz contradictoria. Por una parte sorprende la total entrega de su vida al conocimiento. Y tratándose de un impulso noblemente humano, en cuyo nombre se olvidan las comunes satisfacciones materiales, la sorpresa se convierte en admiración. Admiración teñida, según subraya Jaeger, de un cierto temor e inquietud. Pero, por otra, en cuanto esta absorbente pasión no sólo se desprende de las satisfacciones materiales, sino también de humanos y solidarios lazos, cual aquellos que ligan con la ciudad y la familia, esta imagen aparece sombreada por una cierta deshumanización y desarraigo. La ambigüedad del perfil que acaba de ser descrito sienta las bases para nuestra reflexión.

Pero inicialmente debemos detenemos aún en el análisis del afán de saber que ha aparecido encamado en los primeros filósofos helénicos. Evidentemente tal afán desborda dicha figura histórica y, más ampliamente, la del filósofo en términos generales. En primer lugar, retrocediendo hacia las bases biológicas de la condición humana, según un proceder que me parece imprescindible para entender nuestra realidad y que ampliamente vengo utilizando en toda mi obra, es de subrayar cómo el impulso del conocimiento hunde sus raíces en la biología misma. Así, en este horizonte, el etólogo Lorenz ha tipificado los instintos de curiosidad y de juego, como algo propio de ciertas especies biológicas. Justamente aquellas que tienen un carácter no acusadamente especializado. Situación que culmina evidentemente en la especie humana. El primer sistema de mecanismos instintivos, el referente a la curiosidad exploratoria, se dirige claramente hacia el mundo exterior. Lorenz ha descrito minuciosamente la manera en que la presencia de un objeto no identificado -al modo de nuestros ovnis- desencadena el funcionamiento de sucesivos comportamientos, de agresión, huida, depredación, etc. La percepción del mundo exterior y las capacidades de respuesta se van enriqueciendo. Los instintos lúdicos, en cambio, fundamentalmente ejercitan las potencialidades biológicas insitas en el viviente animal. Los comportamientos basados en ambos tipos de instintos parecen de alguna manera levantarse sobre el inmediato utilitarismo de la vida zoológica, pero no carecen indudablemente de sentido pragmático para los intereses del individuo y de la especie en general. Y ambos sistemas de comportamientos instintivos guardarían relación, en la especie humana, con lo que es la ciencia vinculada al instinto de curiosidad exploratoria y lo que significa el arte como despliegue de nuestras potencias intimas, según piensa el mismo Lorenz. Es una consideración que, suscitada aún en el nivel biológico nos da, sin embargo, ya ciertas pistas para replantear la aparente heterogeneidad, incluso la imagen de contradicción, con que usualmente se plantean los impulsos del conocimiento y los del interés.

Permaneciendo todavía en el mundo de lo zoológico podríamos señalar la existencia ahora en un sentido muy amplio y radical de una cierta forma de “saber” característico de cada una de las especies animales. En tal sentido podemos considerar la construcción perceptiva del mundo ambiental propio de la organización sensorial específica, aquello que ya Jacobo von UexküIl designaba como el “Umwelt”, el mundo circundante. Y por otra parte, según una clara diferenciación fisiológica señalada por Lorenz, los programas de comportamiento, los sistemas de respuesta activa, organizados según mecanismos instintivos y también enriquecidos por el aprendizaje. Es el “software” que dirige la actividad del organismo en su relación con el medio exterior, según técnicas a veces extraordinariamente complejas y admirables.

Lo que en el mundo biológico representa una realidad decantada por la evolución según la selección natural y básicamente unitaria según las diferentes especies, se convierte en problema, en adquisición plural, variada y progresiva en la especie cultural que la humanidad representa. Porque no es pensable, evidentemente, una cultura humana sin una forma propia de realización del saber. Un saber que, más allá de la percepción, construye imaginativa y conceptualmente el mundo a través de múltiples cosmovisiones: cosmovisiones míticas, religiosas, metafísicas, científicas. Un saber que en relación con la actividad humana se convierte en técnica, técnicas heterogéneas, diversas, según los distintos mundos culturales. Un saber que, también, es orientación de la actividad humana según códigos, normas, pautas, encauzadoras de nuestras pulsiones abiertas conforme a diferentes sistemas de valores que corresponden a los proyectos culturales. Son las tres grandes proyecciones del saber en la cultura humana. Y a ellas se liga toda la organización peculiar del saber en las distintas constelaciones culturales, en una determinación de su lenguaje, de las fuentes posibles de que se alimenta, de tos recursos de transmisión. Asistimos, así a toda una institución peculiar del saber que se transforma en un poder peculiar detectado frecuentemente por clases sabedoras y objeto de distribución discriminatoria entre distintas clases sociales, las etnias, los sexos. Todo el mundo de lo que he designado como prácticas epistémicas se hace presente aquí.

Según acabamos de ver y, por lo demás, resulta obvio, el mundo del saber y su búsqueda se extiende ampliamente más allá de la filosofía. Se dibuja entonces una problemática en relación con el filosofar y su lugar que podríamos designar como externa o ambiental. Por una parte y trivialmente el afán del filósofo por el saber tiene que ser distinguido de las formas de curiosidad, ciertamente humanas pero superficiales, que revisten caracteres anecdóticos. No es la curiosidad de la chismografía o del cotilleo la que anima al filósofo, aunque Diógenes Laercio nos baya dejado un ilustre y divertido testimonio de ella en sus “Vidas de los filósofos” y hoy día el morbo de la cosmografía constituya el mejor alimento de nuestra política y nuestra empobrecida industria editorial en España. Más separada de la vida, tampoco la erudición vacua -ciertamente muy diversa de aquella que se ordena correctamente hacia el descubrimiento de la verdad- no representa sino una caricatura de la noble curiosidad. Una caricatura que ha patologizado tantas veces nuestros sistemas educativos y cuyo tópico paradigma son las listas de los Reyes Godos o de los profetas menores impuestas a los niños. En este orden ya Unamuno hablaba despectivamente de lo que él designaba cual “hechología”.

Ahora bien, al margen de estas trivializaciones, evidente es que el conocer nos sorprende en múltiples y muy ricas formas. Vivimos hoy en un mundo científico y técnico que muestra una muy alta forma de realización del saber. Y siempre la práctica política no ha dejado de incorporar y alimentar formas de saber peculiares. Y no podemos olvidar la creación estética. Más allá de la creación de formas plásticas lingüísticas musicales ¿no significa el arte una revelación peculiar de lo real? Ante la poderosa presencia de estas formas de saber, particularmente en nuestros días el científico técnico, se plantea un profundo desafío a la filosofía: ¿Representa una actividad arcaica, puramente embrionaria? ¿Cuál es su lugar en este océano del saber humano?

En principio podemos decir, que es misión peculiar de la filosofía el estudio y la delimitación de las grandes estructuras, de las “gestalten”, las categorías que organizan la realidad y el conocimiento, que presiden y gobiernan la razón humana, Y, en estrecha relación con ello, podemos señalar también que la filosofía trata de ocuparse de “lo importante”. Podríamos recordar ahora la expresión de W. Jaeger en el texto antes leído cuando se refiere a la investigación de los “meteoros”, “Ta Meteora”, como indicación de una realidad especialmente auténtica y valiosa.

Evidentemente la articulación de estas estructuras globales -que no tienen por qué ser totalidades cerradas- o de este mundo de lo decisivo con lo cotidiano ofrece múltiples perspectivas. Pueden verse ambas zonas de nuestra experiencia y nuestro pensamiento en transparencia o en lejanía, en radical oposición. A mi modo de ver Heidegger a cuya reposición como pensador de moda asistimos curiosamente en nuestros días, ha extremado desorbitadamente este segundo enfoque. Las realidades por él mentadas, el ser, la esencia de la técnica, se transforman en remotas nebulosidades, prácticamente inasequibles. Sólo ante ellas queda, como posibilidad entonces, el discurso de la nebulosidad, de la pérdida. También de la nostalgia, que es algo muy distinto de la dialéctica negativa, en que la crítica del presente puede anunciar formas superiores de lo real capaces de ser entrevistas y encaminadas.

En todo caso yo señalaría que, a mi modo de ver, la filosofía actual sólo puede ser desarrollada en estrecha relación con la ciencia; aún más ampliamente con todo el mundo de nuestra cultura. Yo describo y planteo la filosofía como una actividad de orden n +1. Es decir que se ocupa fundamentalmente de indagar las grandes estructuras que decíamos, no por vía de una intuición privilegiada y autónoma, sino en cuanto nos aparecen elaboradas en la ciencia, en la experiencia técnica, en la estética, en la práctica política. Evidentemente no me refiero a ninguna reducción de la filosofía a un mero metalenguaje, sino a la elaboración crítica de las estructuras reveladas y enriquecidas en la praxis.

Es una posición que en mi obra he detallado especialmente en relación con la ciencia y también con la técnica. Concibo, en este sentido, la relación entre ciencia y filosofía según una peculiar dialéctica. En primer lugar la construcción y lectura de la experiencia sólo es posible desde una serie de supuestos teóricos concernientes tanto a las categorías del campo de realidad manejado como a la práctica que sobre él se verifica y también a la estructura de la razón. Más, de otra parte, la inmersión en la experiencia, la aprensión de los fenómenos construidos, la captación de sus regularidades en lo que he denominado “estadio positivo legal de la ciencia” no sólo informa o confirma el mundo de esquemas previos, sino que lo complejiza, lo reestructura. Y naturalmente, toda esta dialéctica se mueve en un discurrir ininterrumpido. Ya que los conceptos e intuiciones organizadores provienen de un previo entramado racioempírico. En estas líneas podemos hablar de una filosofía inspiradora de la ciencia, de las grandes iniciativas que han animado el desarrollo científico. El significado del mecanicismo para la física clásica o el de la idea de progreso para el evolucionismo moderno, son ilustraciones muy relevantes y a las cuales me he referido en diferentes momentos de mi obra. También podríamos hablar de una filosofía no como síntesis de los resultados científicos, sino más bien como una experiencia que ha atravesado el desarrollo de la ciencia misma y se replantea desde él. Pero más ampliamente se hace preciso insistir, al modo que ha desarrollado en mis últimos trabajos de filosofía de la ciencia en la totalidad compleja de la cultura dentro de la cual el fenómeno científico se sitúa. Y en el cual no sólo las cosmovisíones filosóficas, míticas o religiosas, sino también las prácticas técnicas y económicas, las experiencias sociales enmarcan la realidad del hacer científico en un momento determinado. Siendo entonces la misión de la filosofía el examen crítico de esta situación, la iluminación radical de la ciencia desde la totalidad cultural. Es la tarea que, a mi modo de ver, definiría el sentido más profundo de una actual filosofía de la ciencia. Y en el que cabría recordar el intento realizado por Juan David García Bacca en su “Historia filosófica de la física y las matemáticas”.

Me he referido a un filosofar que reelabora la ciencia y renace desde dicha actividad. Estimo que en la dispersión de los lenguajes filosóficos, en la pretensión de los diversos filósofos por instalarse en la visión más profunda de la realidad, que alguna vez he comparado con una imagen manicomial, la ciencia puede ofrecer lo que he designado como una referencia objetiva para racionalizar este pluralismo, al cual evidentemente no cabe renunciar, pero al que si se debe dar un sentido riguroso. Y ante este horizonte me he referido también a lo que podría designarse como una “cuasi verificación” de los sistemas filosóficos, o si se quiere de los distintos resultados del filosofar, por su mayor o menor capacidad de articulación con la ciencia.

El breve itinerario de un reflexión en estos momentos me ha llevado a recordar y formular muy sucintamente algunos aspectos de lo que ha sido toda una de mis vías de trabajo, desde mi primer libro “Física y Filosofía”, y en que me he ocupado tanto de las formas de la razón científica y filosófica como de las categorías de lo natural y de lo humano Y que hoy día centra mi investigación en el análisis de la realidad antropológica desde el punto de vista de las ciencias biológicas y culturales, concretamente en el engarce de los planos de realidad de que ambas ciencias se ocupan en la peculiaridad del ser humano entendido como “animal cultural”.

Mas, volviendo ahora sobre el único tema del cual puedo, y ciertamente con muy concisa brevedad ocuparme, la precisión de la actitud que la filosofía supone, querría recoger algo que anteriormente ha quedado abierto. Me refiero a la radicalidad en un sentido que es absolutamente consustancial con la actitud filosófica. No sólo consustancial sino incluso genuinamente peculiar de ésta. A diferencia de otras actividades humanas la filosofía no admite supuestos. La “Voraussetzunglosigkeit”, según la expresión alemana, la ausencia de supuestos es el único paradójico supuesto del filosofar. Formuló Leibniz la idea de una “Philosophia Perennis” como depósito de las verdades descubiertas por la humanidad. Semejante sugerencia no puede hacernos olvidar que el filosofar auténtico es un acto originario que cuestiona la totalidad del pasado y del presente depositadas en la historia y en la realidad misma. Ya la filosofía griega perfila este ambicioso gesto de negación y búsqueda. Los saberes que Heráclito ve manejados en su derredor son desdeñable “polimatía”. El mismo mundo en que vivimos es un mundo de sombras según el mito platónico de la caverna. Descartes se instalará en la duda. Husserl precisará la necesidad de la “epojé”.

La filosofía es, consecuentemente con lo dicho, un radical acto de liberación. Liberación de las convenciones, de los prejuicios, de la autoridad. Es la crítica de los ídolos que glosó certeramente Francis Bacon.

Las ciencias de la naturaleza y de la sociedad, por muy guiadas que estén por el impulso teórico han de asumir e investigar definitivamente la realidad, aún trascendiendo sus formas de presencias sensibles e
inmediatas. La filosofía, al modo de las matemáticas modernas, cuestiona la realidad dada y se mueve en el mundo imaginario no sólo de lo real sino de los posibles. También como la más alta creación estética, aunque ésta acuse necesariamente la servidumbre de los materiales empleados.

Y apurando esta exigencia la filosofía debe liberarse también de sí misma. Por supuesto de los escolasticismos, del principio de autoridad en su interior, del aferrarse a las propias opiniones. Necesariamente tiene que dudar de si misma, de su propia actividad. Tomás de Quincey en su divertida obra “El asesinato considerado como una de las bellas artes” mantenía que no debería considerarse como filósofo a quien no hubiera sido alguna vez amenazado de muerte. De pasada podría apostillar que estoy en condiciones de pasar esta prueba de fuego. Pero yo querría añadir algo a lo comentado por Tomás de Quincey -y a cuenta de esta añadidura ha venido la referencia al humorista- pienso que no puede considerarse como auténtico filósofo a quien no haya dudado en algún momento muy seriamente de su oficio como tal. A quien no se haya cuestionado gravemente el hacer filosofía. Aunque haya sido para renacer desde la duda. Con lo cual la aparente y tímida inseguridad se convierte en manifestación de vitalidad espléndida. Y, de nuevo, permitiéndome aludir a mis experiencias personales señalaría que mis incursiones en el dominio de la literatura, a las cuales si el tiempo me lo permite me referiré posteriormente, así como a otras prácticas, no han dejado de guardar relación entre sus múltiples motivaciones, con esta necesidad de autocuestionarse del hacer filosófico.

Anteriormente me he referido a la filosofía como actividad de orden n+1 en relación con las realidades culturales. Me parece ahora conveniente despejar un posible equívoco. No se trata de asumir los productos y actividades culturales cual algo dado, en cuyo caso incurriríamos en flagrante contradicción con la exigencia que acabo de postular para el saber filosófico. Se trata, muy por el contrario ya lo he dicha de penetrarlos críticamente. En este sentido acuñando una expresión que puede resultar un tanto sorprendente y retorcida yo diría que la filosofía es de alguna manera una actividad también de orden n-1. Es decir es una actividad excavadora, que dinamita los fundamentos. Lamento no tener tiempo para detenerme en el concepto de “deconstrucción” de Derrida. En realidad, lo que se nos hace patente hache, volviendo a la consideración de la vitalidad filosófica, es el mecanismo fundamental de progreso de la vida que consiste en romper las estructuras fosilizadas, el anquilosamiento y especialización para crear formas nuevas. Bella y esencial, pero dura tarea de la auténtica filosofía.

Coherentemente con esta reflexión deberíamos afirmar que todo filósofo, toda verdadera filosofía, contiene un germen de escepticismo. Pero de un escepticismo creador. Un escepticismo que permite el más profundo avance del pensamiento. Aquel que los principios de “revisibilidad” y “provisionalidad” del “movimiento dialéctico”, a los cuales me he referido muchas veces desde mi juventud formulan en relación con el progreso y la ciencia.

Ello no significa que profese ninguna forma de filosofía débil, que excluya la expresión proposicional, la formulación de tesis como un momento capital del hacer filosófico. Justamente uno de mis últimos trabajos, que aún no he dado a conocer es un “Tractatus Antropológicus”, formulado en tesis. Pero se trata de comprender estas sistemáticas en un sentido abierto, con la nítida percepción de que la verdad siempre nos desborda de que nuestros esfuerzos son ensayos de aproximación a ella. En este sentido la filosofía nos aparece cual aventura. “Aventuras de las ideas” se titula justamente uno de los libros del gran pensador que fue Whitehead, y es éste el marco de una filosofa abierta, en la cual, añadamos, reina el principio de proliferación, al que certeramente se refirió Feyerbend como clave fundamental del desarrollo científico.

Hasta el momento, y a lo largo de este recorrido en que amablemente me habéis acompañado, he ido apurando los rasgos formales del saber filosófico cual aquilatada expresión del afán humano por saber. Pero, al llegar a este momento, parece necesario imprimir un giro a nuestra reflexión, si más allá del análisis interno y quintaesenciado tenemos en cuenta la realidad del ejercicio en que consiste pensar, saber, buscar la verdad. Ciertamente no ha faltado en repetidas ocasiones la apertura hacia las condiciones externas de ejercicio del pensamiento. Incluso cuando al principio de esta lección comentábamos el texto de Jaeger sobre los primeros filósofos griegos brotaba la ya inquietud por la posible deshumanización de su actitud. Mas ahora es necesario afrontar con nueva radicalidad las condiciones de ejercicio del nuevo pensamiento filosófico, plantearlo en su condición fáctica. “¿Qué significa pensar?”; es como todos los filósofos aquí presentes tienen en cuenta el titulo de una de las obras de Heidegger. Yo querría retomar esta pregunta aunque en un sentido distinto de aquel que Heidegger atribuye al significado del pensamiento, preguntándonos por lo que significa pensar no en sí mismo sino en el entorno real en que el pensamiento se mueve. En su ineludible engarce compromiso si se quiere con el ámbito social y cultural en que brota. Esta introducción de los aspectos sociales del pensar, de su posible compromiso en esta línea, no resulta solamente de una consideración ática sino de la misma exigencia de comprensión profunda del pensamiento como actividad real. Por mucho que el filósofo, el pensador, el científico o creador actual, quiera encerrarse en la torre de marfil de su propia actividad evidente es que tal pretensión, independientemente de cualquier otro debate, resulta radicalmente falseadora de su propia situación. Ante este horizonte resulta necesario replantear ahora nuestra meditación sobre la condición de la filosofía.

Ineludible y espontáneamente se nos viene a las mientes la famosa tesis XI de Marx sobre Feuerbach. “Los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de diversas maneras, pero de lo que se trata es de
transformarlo.” ¿Qué se nos dice a través de la brevedad aforística de esta frase? En primer lugar hay que descartar su lectura, según ha puntualizado Bloch, cual vindicación de un craso pragmatismo. No pretende Marx renunciar a la investigación de la verdad, a la precisión y el rigor, diluyéndolos en un confuso utilitarismo. Tal lectura entraría en contradicción con el sentido entero de la obra de Marx y Engels. Sí es posible, en cambio, mantener que la tesis formula frente a la pasividad y la reclusión, una invitación a la acción y el compromiso. A la creación material y social de un mundo nuevo en que se desarrollen las fuerzas hoy latentes y nuestra libertad al máximo. Pero, por debajo de este imperativo, hay que leer, también y decisivamente, la conciencia de toda una transformación en nuestra comprensión de la razón y lo real, que da sentido a la tesis y dilata sus implicaciones filosóficas.

Para la filosofía griega la teoría era no sólo contemplación desinteresada, algo contrapuesto al interés, sino además “visión”. El ejercicio del conocimiento en sus formas más altas se entiende como un ejercicio de la vista. La terminología utilizada en este ámbito resulta sobradamente elocuente. Nada sorprendente es la importancia que en este sentido adquirió el teatro en la cultura griega. Pero el hecho de ver significa enfrentamos con una realidad acabada, perfilada que contemplamos gozosamente, como algo que está ahí, frente a nosotros. Quizá no sean las realidades inmediatas sobre cuyo pluralismo y movilidad desconfió el pensamiento griego. Pero cuando el prisionero se evade de la caverna en la mitología platónica es para levantar su vista hacia nuevas realidades. Más perfectas, más luminosas. Pero conclusas. Desde la Baja Edad Media se ha ido gestando, en cambio, una nueva concepción en que el conocimiento significa actuar, recrear, en que conocer es ejercitar la praxis. Y con este enorme giro en el entendimiento del conocer guarda estrecha relación también una nueva concepción de lo real. Frente a la imagen de éste como algo hecho, acabado, y también frente a la visión cerrada del tiempo en el eterno retomo, lo real se revela cual un despliegue de posibilidades, como un hacerse. El ser que se extiende ante nosotros se muestra en una perspectiva de incompletud, es un ser itinerante, en camino hacia formas nuevas de realización. Certeramente Bloch contraponía a la expresión apofántica S es P, S no es P, la fórmula “S aún no es P”. Y evidentemente esta visión, esta gran transformación, sitúa de un modo nuevo el ser humano ante lo real, comprometiéndolo, no sólo ética sino ontológica y antropológicamente en la gran tarea de contribuir a este despliegue de la realidad.
Es justamente aquel escenario que describe el relato más arcaico del Génesis cuando nos presenta un mundo inacabado, en el cual aún no florece la vegetación porque no hay mano humana que lo trabaje ni rueda que suba el agua. Manifiestamente las intuiciones del pensamiento hebreo han influido poderosamente en esta concepción. Notoria es la importancia de la imagen de la historia como una gran marcha y del tiempo cual una expectativa. Pero este fondo latente fue potenciado singularmente por el desarrollo de la tecnología desde la Baja Edad Media hasta su culminación en la época moderna y contemporánea. Las opuestas comprensiones de la técnica como imitación de la naturaleza y como transformación de ésta no pueden ser más significativas. Son aspectos sobradamente notorios, a los cuales me he referido ampliamente en mi obra y que ahora querría simplemente recordar.

Más no desearía pasar por alto, aunque sea con una referencia muy sucinta, la aplicación de estas ideas a los orígenes de la ciencia moderna. Muchas interpretaciones de este gran momento revolucionario lo han percibido a la luz de conceptos insuficientes, como la valoración de lo empírico frente a lo especulativo o lo libresco. La gran clave se encuentra en la nueva comprensión del conocimiento como apropiación recreadora del objeto que ha de ser conocido. Ya autores del Renacimiento compararon la unión entré sujeto y objeto en el conocimiento con la fusión amorosa, erótica; lo cual nuevamente traduce imágenes bíblicas. Pero el momento decisivo se encontraría en la práctica de los talleres artísticos del Renacimiento. Inmediatamente después en su proyección sobre la aparición del laboratorio, más próximos a éstos que a los talleres del alquimista, aunque no carezcan de relación con los últimos. La voluntad de conocer la naturaleza es conducida a través de su recreación, primero en la obra artística, después en los fenómenos purificados del laboratorio. Así el “natura non vincitur, nisi parendo”, expresivo de la voluntad técnica en la formulación de Bacon podría ser completado, según ya he señalado en algunos trabajos míos, por la fórmula “natura non cognoscitur nisi recreata”. Y con ello la mano activa ha recuperado su función, que tanto papel jugó en los orígenes de la hominización en el interior del conocimiento. La mano y la actividad. También ciertamente el ojo, pero contemplando ahora no el espectáculo espontáneo de la realidad ni las imágenes metafóricas de formas más altas de ésta, sino los fenómenos que en el laboratorio son producidos, filtrados, purificados por los instrumentos como decía Bachelard.

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