Ciencia, humanismo y creación

Por: Héctor Croxatto
Fuente: Revista “Pluma y Pincel”, Nº 166, año 1993

Los llamados males de la modernidad que acosan nuestro siglo, sin duda han favorecido la opinión que las dos grandes expresiones de la mente humana que sostienen la Cultura; el Humanismo y la Ciencia, marchan por caminos cada vez más divergentes. Las Humanidades, pilar milenario de la Cultura, han centrado su quehacer en elevar la dignidad de la persona y los valores éticos de la Sociedad; la joven Ciencia, nacida sólo en el siglo XVIII, ha intentado incansablemente, desde entonces, penetrar en el misterio del mundo físico, explicar y predecir sus fenómenos. En nuestro tiempo se ha desarrollado el concepto que Humanismo-Arte y Ciencia-Tecnología, avanzan hacia posiciones más y más antinómicas. Tal suposición, constituye una falacia. Humanismo y Ciencia son las dos caras de una misma moneda., que es la Cultura. Ambas ensalzan y engrandecen según sus propias perspectivas a la persona humana. Aun cuando se invoca que la Ciencia, gracias a la prodigiosa expansión de la Tecnología, ha contribuido a la actual deshumanización, se deja en sordina su más preciada virtud que es la búsqueda de la verdad, uno de los valores supremos que ennoblecen el quehacer del hombre y que alimenta una de las aventuras intelectuales más grandiosas que es posible acometer. La ciencia es una empresa que avanza vertiginosamente, a pesar del carácter conjetural de sus afirmaciones.

El progreso científico-tecnológico ha sido fruto de la inagotable capacidad inquisitiva del espíritu humano, hurgando en los más recónditos lugares del Universo, desde los espacios siderales a los constituyentes ultramicroscópicos de la materia. Nunca se dice bastante respecto de esa cualidad creativa tan maravillosa que el hombre posee, que hace de él un ser único que lo distancia de un modo inconmensurable de toda otra creatura terrenal. Rara vez, se piensa suficientemente en este atributo específico que genera los frutos de la ciencia, gemas de su creatividad, que surgen de su vocación de saber y que por su fascinación son productos comparables a las obras maestras de la creación artística. Ambas creaciones elevan la dignidad del Ser.

El Humanismo se nos aparece como una fuerza conservadora, estabilizadora, celosa guardadora de los valores tradicionales, mientras que la Ciencia con su incansable tentativa de avanzar y afán analítico de explicar los «comos» del mundo tísico, entrega conocimientos. Es una fuente de innovaciones impredecibles. En efecto, todo nuevo conocimiento tiene el potencial de erigirse como en un formidable motor de cambios, y muchas veces elemento revolucionario de desestabilización del conformismo social. Es así, que alguien ha propuesto que en vez de referirnos a la Ciencia y al Humanismo como los dos pilares de la Cultura, debiéramos imaginar a ambos como un monolito con dos caras, similar a la estatua mitológica del dios Jano de los romanos, al que se representaba con dos caras, una mirando al pasado, la del Humanismo, siempre vigilante velando por la tradición y con la otra cara, la de la Ciencia, escudriñando el futuro en busca de lo nuevo, con la esperanza de elevar la condición humana. De hecho, la Ciencia es el único producto de la creatividad humana que está en continuo progreso, por lo cual podemos decir, con fundada seguridad que «hoy sabemos más que ayer, y que mañana sabremos más que hoy».

Si bien, en la perspectiva arriba señalada, no podemos juzgar las posiciones de la Ciencia y el Humanismo como antinómicas; de hecho, la Ciencia-Tecnología han sido llevadas al «banquillos de los acusados». Así, se afirma que ellas han deshumanizado al hombre, porque entre otras cosas, han creado robots que se comportan como hombres y convertido a hombres en robots y porque han contribuido a afianzar desvalores: como el consumismo, el materialismo, el permisivismo, una sexualidad desorbitada, la violencia, la drogadicción, el debilitamiento de la conciencia religiosa y lo que es más grave el olvido de Dios, etc. Con gran recurrencia se alude a males que bajo el alero de la Ciencia-Tecnología han ido prosperando en la Sociedad. Me remitiré simplemente a opiniones vertidas en el último tiempo, para lo cual reproduciré algunos párrafos de artículos y ensayos publicados, que son testimonios de las preocupaciones que vive la humanidad presuntamente atribuibles a efectos del progreso científico-tecnológico. Así se ha dicho:

«Nuestra era ha sido denominada la era de la Ciencia y la Tecnología, así como la era de la ansiedad. Ambas son precisas. Ciertamente una se alimenta de la otra. Junto a nuestros avances científicos y tecnológicos han crecido nuestros temores y ansiedades. En el mejor de los sentidos ésta es la era de la paradoja, era de la inigualable abundancia y de las necesidades sin precedentes… Es la era en ‘la cual sabemos prácticamente todo acerca del ‘saber cómo’ y muy poco del saber para qué» (S.M. Linowitz (1)).

En otro artículo (G.S.Encina (2)): «El mundo está desamparado, lo esencial permanece oscuro… ¿y los progresos de la Ciencia? No es Ciencia lo que nos hace falla sino otra cosa. Ya hay demasiada Ciencia a nuestro alrededor. Incluso el marxismo pretende tener categoría científica y la más alta de todas. Lo que nos haría falta es un poco de bondad».

El filósofo Gianfranco Morra, (3) en forma insistente ha reflejado dramáticamente en varios ensayos, lo que el mundo contempla con el implacable proceso analítico que el hurgar científico lleva a cabo haciendo olvido del ser.

«La ciencia Moderna y la ideología burguesa despojan a la Naturaleza de toda sacralidad. La Naturaleza, no siendo ya más un espejo de lo sobrenatural, se convierte en un campo físico de fuerzas que hay que someter; la vida no es ya más un don, un milagro, sino un fenómeno físico-químico, que un docto evolucionista John Burdan Sanderson define en términos más precisos y universales, vida es cualquier modelo de reacciones químicas que se autoperpetúan».

Se han planteado con frecuencia graves dudas sobre los cambios que ha aportado el desarrollo científico. Una de éstas se refleja en algunos párrafos de un artículo de B. Bravo Lira (4). «No sin razón se recalca la significación de las humanidades en una época como la nuestra, de acelerado cambio de las condiciones de vida por obra de la Ciencia y de la Técnica. Lo que hoy más que nunca necesita el hombre no es tamos medios de vida, sino razones para vivir».

Vaclav Havel, (5) que fue designado Presidente de Checoslovaquia (1989), sin proponerse la abolición de la Ciencia ni una vuelta a la Edad Media, expresa en términos angustiosos sus sentimientos acerca de las devastaciones sobre el medio ambiente y la Cultura, productos de una tecnología desorbitada… «Este mundo natural es comprendido por la Ciencia Moderna como una simple prisión hecha de prejuicios de los que hay que liberarse para llegar a la luz de la verdad controlada de modo objetivo»… «La Ciencia mata a Dios y se instala ella misma sobre su trono vacante, con el fin que en adelante sea ella la que decida el orden del ser, la que constituye su único gestor legítimo, con el fin que ella, la Ciencia, sea la legítima poseedora de todas las verdades».

Sin duda, existe también una minus-valoración de las Humanidades, la que explica el descenso cultural de los últimos tiempos. Se ha expresado: «…las Ciencias positivas han sido elevadas a una posición hegemónica y las cuestiones relativas al hacer -el método, la organización y la eficacia- han adquirido preponderancia frente al ser y la teoría sobre la que se asentaba el ideal de la paideia griega, la prudencia medioeval o la Bildung germánica y se concluye:

«Solamente las humanidades pueden encontrar respuestas adecuadas a los problemas que plantea la Sociedad Moderna»… «El mundo hoy, ha sido definido por Hersburgh, como un desierto tecnológico que reclama la incorporación de valores humanos en los diversos dominios científicos» (6). Esta misma preocupación aparece en otro análisis titulado «Técnica y olvido del Ser…» «Hoy, a la hora de la técnica triunfante, el suelo se desnuda bajo nuestros pies, nuestra existencia está amenazada, la Naturaleza entera corre peligro. Las fuerzas liberadas por el hombre de la era nuclear amenazan volverse contra él y el Universo. ¿De dónde surge el hecho de que quien quería dominar termina siendo dominado? La respuesta a esta pregunta, citando a Heidegger, está en la esencia de la Técnica, en el olvido del Ser» (7). En esta misma línea de pensamiento se leía, en un artículo editorial de Paúl Burbin, (8) profesor de Filosofía y director del Centro de Ciencia y Tecnología de la Universidad de Delaware: «La tecnología ha llegado a ser una amenaza para todo lo que es humano». Por su parte, J. A. Passmore (9) manifestó similares apreciaciones: «En la medida que aumenta la agitación contra la Ciencia por convertirse en instrumento de poder, observamos con angustia la devastación que ha producido la Tecnología basada en la Ciencia. Excluye un mundo hecho gris por la estandarización o un mundo en el cual el individuo cuenta menos y menos».

Por cierto, no podemos desconocer los devastadores efectos de desorbitadas aplicaciones tecnológicas, que se han realizado con total desprecio del bien común, ni tampoco podemos justificar la conducta de aquellos científicos y técnicos que dirigen u ofrecen sus servicios para actividades, a sabiendas que destruyen el patrimonio que pertenece a toda la humanidad, o que vulneran la dignidad de la persona y preciados valores morales que la Sociedad requiere proteger para una pacífica convivencia.

De este modo, en el público en general, ha tomado cuerpo un gran equívoco. Las acusaciones de muy diverso tenor, las repercusiones sociales que, sin duda, han sido posibles por el progreso tecnológico promotor de los mayores cambios en la forma de vivir; la fascinación y confort que aportan sus productos han conducido a privilegiar el tener, con desmedro del Ser, hechos que son fáciles de apreciar. Pero, principalmente están las jactanciosas opiniones sostenidas por científicos o filósofos, que desde sus posiciones materialistas o agnósticas han expresado opiniones que hieren convicciones religiosas, que han sido fuente de dolorosos conflictos en el pasado, han contribuido a crear un sentimiento de recelo y a borrar toda seráfica admiración por los propósitos del quehacer científico tecnológico.

Pero, como lo he expresado en variadas oportunidades, las acusaciones que generalmente se hacen contra la Ciencia-Tecnología proyectan una visión distorsionada de su quehacer. Ni la Ciencia ni la Tecnología, por sí mismas, son causantes de los males que se les atribuyen.

La Ciencia es amoral y aclaro que esta afirmación no implica que sea inmoral. El quehacer de la Ciencia no conduce a la formulación de códigos éticos, sólo intenta resolver lo que es o lo que no es, nos da simplemente resultados, es decir, no intenta caracterizar lo que encuentra, como bueno o malo; sus datos sólo se valorizan por el criterio de veracidad. Así la Ciencia no proporciona, en su estricta y necesaria objetividad, sentencias morales, ni podría emitir juicios de carácter ético, los que solamente serían productos de quien, desde una perspectiva enteramente subjetiva, interpreta y viste los resultados con su personal ropaje ético. Sin embargo, debemos aclarar que la Ciencia posee una ética estricta que es su devoción a la verdad, su primer propósito no es la aplicación sino ganar penetración en las causas y leyes que gobiernan los procesos naturales. Estos son aspectos que raramente han sido clarificados por quienes desconocen la dinámica del investigador científico o tecnológico, el que sólo está involucrado, como estrictamente científico, en traer a la luz meridiana algo del mundo físico que estaba oculto en el misterio.

Pero además, hay algo de capital importancia que se debe considerar en el juicio que se hace a la Ciencia-Tecnología y se refiere al hecho que el conocimiento como otras creaciones, puede ser por tanto bien o mal usado, puede ser transado en el mercado de valores para lograr los más diversos fines, generosos, humanitarios, como también aviesos y perversos. Esta dualidad en el uso de las cosas usuales, ha estado presente desde los más remotos tiempos de la humanidad, antes del surgimiento de la Ciencia Moderna. El descubrimiento del hierro, que marca un hito en la historia de la civilización, sirvió para fines benéficos como para fabricar el arado, pero también un puñal, para matar a un hermano.

Podemos decir brevemente, que el mal no está en los logros de la ciencia ni de la Tecnología, sino en la conducta humana, en la negación de valores que proclama el humanismo y que se afirman en los sólidos principios fortalecidos por convicciones religiosas. La búsqueda de saberes, eleva a la persona humana, y nunca saber menos será mejor que saber más. Pero el saber, impone a la persona, científico o no, la obligación moral de hacer uso de él en beneficio del hombre y de la naturaleza de la que forma parte, siempre en favor del supremo bien común. La Ciencia y la Tecnología han engrandecido y dado majestad al homo sapiens y al homo faber, gracias a las virtudes de su capacidad creadora, incrementando sus saberes y poder de un mundo que exalta el asombro. Indiscutiblemente ha promovido en los últimos siglos el progreso, elevando la calidad de vida, y ha experimentado los límites de las aspiraciones humanas, particularmente en aquellos países donde se ha fomentado en forma prioritaria la investigación científica.

El gran público, por razones derivadas en gran parte de la defectuosa manera de como se imparte el saber científico a nivel escolar y que sólo valora los logros prácticos de la Ciencia, por el beneficio y confort que pueden aportarles, no intuye fácilmente el fascinante proceso de búsqueda que significa ganar un nuevo conocimiento. Esto explica que resulte cotidiano recoger la apreciación que una enorme distancia separa los objetivos del Arte de los de la Ciencia y que apuntan a fines antagónicos. Se dice con frecuencia: La Ciencia destruye la belleza prístina, ingenua de las cosas. Este sentimiento adverso hacia la ciencia lo han manifestado los literatos, artistas, particularmente poetas. Entre muchos otros podría recordar algunos versos, que escuché como estudiante de liceo, y que reproduzco a continuación;

“Juan tenía un diamante de valía/ por saber lo que tenía/ la química estudió y ebrio/ anhelante analizó el diamante./ Mas oh! qué horror/ aquella joya bella/ lágrima, al parecer de alguna estrella encontró/ con rabia y profundo encono que era sólo un poquito de carbono. /Si quieres ser feliz como me dices no analices/, muchacho, no analices.” (Fabulita, versos de Joaquín María Bartrina) (1850-1880).

Estos versos expresan claramente que el científico en su afán de penetrar en los más íntimos arcanos de la materia, intenta identificar el componente último que explica sus notables cualidades, inevitablemente destruye la belleza que la Naturaleza puso en ella. Pero lo que no dice el poeta, autor de esos versos -que tiene una visión distorsionada del proceso de «hacer ciencia»-, es que el científico, que sintió la atracción mágica de la esplendente belleza del diamante, tenía además la curiosidad de saber que cosa en esa estructura material hizo posible tanto brillo seductor, «lágrima al parecer de alguna estrella», y le salió al encuentro otra forma de belleza inesperada, una estructura alotrópica del carbono, un átomo de maravillosas virtudes unido a otros átomos, edifica las cosas más primorosas que la Naturaleza ha creado, no sólo las corolas y perfumes de las flores, sino toda la materia orgánica que sostiene la vida. En este caso, el del diamante, regala al científico la ocasión de saborear una doble satisfacción estética: por cierto, la que experimentó el poeta contemplando la primorosa gema, más aquella que deriva del encuentro con el portentoso orden y armonía de procesos que estaban ocultos a nuestros ojos que, por sí solos, nunca habrían podido ver, descubrir ni gozar.

El elemento de belleza que descubre el científico al descorrer el velo que oculta la realidad y que sin el auxilio de la técnica nuestros sentidos no podrían penetrar, ni paladear, exige el poder de la . intuición o de saberes previos. De hecho, aunque raramente se expresa, la búsqueda científica es uno de los grandes caminos que el hombre ha labrado para ir al encuentro de una belleza ignota. Esta afirmación puede aparecer aventurada al profano en el cual se ha asentado el resabio que una brecha profunda separa lo científico de lo artístico. Es muy difícil que el científico en sus descubrimientos no experimente sentimientos de auténtica belleza, cuyo sustento principal está en la asombrosa armonía que prima en la inconmensurable complejidad de los procesos que la Naturaleza encubre y que son espejo del juego de la energía y la materia, expresiones de la unidad y diversidad infinita de formas y eventos que ocurren en todos los niveles que el hombre es capaz de explorar. Podría estimarse muy discutible la afirmación que sea propiamente un sentimiento estético lo que se hace presente en la culminación de esos, a veces, laboriosos y sofisticados artilugios técnicos que el investigador debe inventar para alcanzar su objetivo. La belleza es un sentimiento muy personal y subjetivo y no escapa a una inevitable indefinición de su dominio. El diccionario de la lengua de la Real Academia Española, nos dice: «Belleza es la cualidad de las cosas que nos hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta propiedad existe en la Naturaleza y en las obras literarias y artísticas». Citaré otras definiciones. Entre nosotros, el padre J. M. Ibánez Langlois, muy prestigioso crítico literario, ha proporcionado la definición, que como la anterior, es legítimamente aplicable a lo que un científico podría experimentar al culminar su búsqueda: «belleza se llama al objeto mismo del apetito natural de la inteligencia que halla su gozo en poseerla como forma pura al final de un movimiento de interpretación». Por su parte, en forma muy sublime, Gabriela Mistral, ha escrito: «la belleza es la sombra de Dios en la Naturaleza», y San Agustín acuñó la conocida expresión: «la belleza es el esplendor de la verdad». En la obra de Aristóteles, según Will Durant, se encuentra la típica respuesta griega: «la belleza es simetría, proporción, un orden orgánico de las artes con la unidad del conjunto». John Keats, en su oda a una urna griega, nos dice: «la belleza es verdad; la verdad es belleza, eso es todo lo que conocemos sobre la tierra y es todo lo que necesitamos conocer».

No conozco definición que pueda contradecir el carácter de un genuino sentimiento estético lo que inunda y emociona al científico que logra enfrentarse con una realidad hasta entonces no develada. Esta emoción deriva de la perfección y del inconcebible orden de como se enlazan los procesos, en el fragmento de la realidad que investiga.

El científico naturalista, como también el lego que contempla escenas del mundo natural, tiene innumerables momentos para sentirse extasiado por la belleza que exhiben los cambiantes paisajes que la Naturaleza regala al observador: la misteriosa plenitud de un cielo estrellado, la de un mar embravecido batiendo sus olas contra el roquerío, un campo cuajado de flores en la primavera, ( etc.; el galopar de una gacela, el vuelo majestuoso de un águila, la obra maestra de una araña tejiendo su tela, cuya forma y dimensión responden a un modelo propio de la especie, etc. Estos espectáculos están al alcance de los sentidos y disfrutamos incansablemente de su inagotable sucesión. De este modo, podríamos preguntamos: Si la Naluraleza nos ofrece tanta riqueza para el deleite estético, ¿por qué la belleza habría de extinguirse en sus niveles recónditos, donde nuestros ojos directamente no pueden penetrar? Por cierto que la belleza no se extingue para el científico, sea éste biólogo, físico o químico, que investiga en el nivel microscópico celular de los seres animales o vegetales, en microbios o virus, o en las moléculas orgánicas e inorgánicas, en las partículas más ínfimas. En todos los niveles, la Naturaleza revela a raudales inextinguible creatividad, se ofrece como un hábil artesano, como un eximio artista que elabora estructuras hermosas. Allí donde el ojo desnudo parece haber dado encuentro a un insignificante grano de polvo, un microscopio de baja potencia nos permite descubrir que era un grano de polen, una obra que no es rústica, ni vulgar, ni sosa, que en cambio está revestida de detalles bellamente construidos que responden a un fin armonioso, la de ser protectora y vectora de vida que ha de realizar un azaroso viaje hasta llegar a su destino, al pistilo de una flor. Además, tiene definida identidad, porque los granos de polen tienen configuraciones diversas de acuerdo con la especie de planta que los genera. En otro ejemplo, pero en una escala semejante, la lupa puede captar un huevo microscópico de un lepidóptero (polilla) depositado sobre una hoja de una planta, que tiene la forma de una artística roseta, de una simetría regular donde es posible identificar detalles que responden a la defensa del huevo y de la futura larva pero también el opérculo central, que permite la entrada del espermio para su fecundación .

Los ejemplos del virtuosismo de la Naturaleza son incontables, pero el toque de refinamiento estructural no se define en ese plano y las acuciosas observaciones ultramicroscópicas de células de tejidos animales y vegetales revelan construcciones, macromoléculas, movimientos, procesos bioquímicos secretorios y episodios de regulación de una precisión que sobrepasan la imaginación y superan las más complejas máquinas que el hombre es capaz de construir. Es un mundo bellamente complejo y ordenado donde se expresa el lenguaje de moléculas que estimulan, que inhiben, que activan y reprimen la expresión de los mensajes hormonales. Se abren y cierran estrechísimos canales que modifican sus funciones específicas, que cambian la afinidad de sus receptores que están allí para recibir señales de diversos puntos del enorme universo en que están inmersas esas células. Aparecen fielmente solidarias con un aparente propósito básico de unidad de todo el organismo, unidad insoslayable para garantizar el curso frágil de la vida. A este respecto desearía referirme a células, calificadas una vez, como de las más humildes de nuestro cuerpo, cuya descripción escuché como estudiante de Medicina de los labios del notable biólogo, profesor J. Noé, que con emoción nos hablaba de la habilidad de la Naturaleza para conferir una forma a cada célula, según los órganos y tejidos, la que mejor se acomodara a las funciones que tenía que desempeñar. Citaba como ejemplo notable, el de las células endoteliales que tapizan el interior de los vasos sanguíneos. Estas adoptan una forma plana extendida como delgadísima película sobre la superficie luminal muy pulida, sobre la cual circula la sangre con un mínimun de resistencia al flujo. Esto era justo motivo de admiración y de resaltar la armoniosa adaptación de las estructuras vivientes. Bajo esta perspectiva, convertía a la célula endotelial en un elemento pasivo, sirviendo solamente como un mero, pero muy adecuado pavimento interior en el vaso sanguíneo, con lo cual se alivia al máximo el trabajo cardíaco. Aunque las investigaciones ulteriores señalaron que estas células desempeñan otras funciones más complejas en el intercambio metabólico, entre la sangre y los tejidos, una serie de descubrimientos, de la última década, tal vez de los más resonantes de la Fisiología, han permitido revelar procesos asombrosos, que perfeccionan e incrementan de un modo inconmensurable el grado de perfección v de armonía con que estas células, que parecían tan simples, contribuyen a la homeóstasis, al equilibrio interno de todo el organismo. El tiempo me impide hacer una descripción de los papeles complejos que asumen en los procesos inmunitarios, en la inflamación, en la homeóstasis, y sobre todo, de un modo permanente en la regulación de la presión sanguínea. En efecto, regulan el tono de la musculatura lisa que le es subyacente, con la producción del agente vasodilatador, un gas, el NO (óxido nítrico) y varios otros agentes: prostaciclina, endotelina, tromboxano, activadores de plaquetas, etc. Como casi todas las células, la endotelial es una compleja usina en incesante actividad secretora, que es capaz, además, de orientar su forma de acuerdo con el tipo de tracción que experimenta el vaso sanguíneo. Sin duda que una de sus más significativas funciones está dirigida a mantener el nivel de la presión dentro de un rango normal, lo que ha revolucionado y enriquecido el clásico esquema neurohumoral, regulador de la presión sanguínea. El agente más notable es el gas NO, que deriva de la 1-arginina por la acción de una enzima, la NO sintetasa, activada por diversos agentes, entre ellos la bradicinina, hecho que explica el efecto vasodilatador de esta última. La producción basal de NO está constantemente autorregulada por el grado de tensión intravascular que la sangre ejerce sobre la célula endotelial, la que aumenta la producción local de NO, hecho no sólo sorprendente, sino sorprendentemente bello.

Muchas otras maravillas podrían describirse relacionadas con otras células, como por ejemplo, las más libres del organismo, que participan en la defensa in-munológica. Aquí, en la lucha defensiva, silenciosa, implacable que realizan las diferentes formas de leucocitos, se suman múltiples procesos bioquímicos inmunitarios. Seguir este juego biológico puede resultar más bellamente apasionante que las imágenes de un film de grandiosas aventuras de la familia humana, salidas del guión creador de algún gran director cinematográfico. Se han captado momentos muy sugerentes de la actividad fagocitaria, y del poderoso destructivo de microbios, eliminación de sus restos y de agentes extraños que como antígenos despiertan la agresividad de los macrófagos, leucocitos T (células asesinas). Estas últimas, capaces de destruir células extrañas o anormales como son las células cancerosas. Además, puede verse el ataque que células T realizan contra una célula cancerosa libre que, gracias a sus apéndices movibles, puede emigrar desde el sitio donde se ha generado hacia otros lugares y allí multiplicarse (metástasis). En este singular ejemplo, los linfocitos T tendrán éxito en la destrucción de la célula tumoral.

La contemplación de esta imagen, me resultó impresionante, y me hizo de inmediato calificar la escena tan dramática como hermosa, porque exhibía uno de los instantes más vitales y decisivos de la defensa y supervivencia.

Se está investigando, cada vez más a fondo, cómo aumentar la agresividad específica de estas «células asesinas», para lograr la destrucción de células cancerosas y obtener !a regresión de tumores y evitar la metástasis. Entre otros hechos, se conocen algunos de los mecanismos bioquímicos que se activan dentro de las células T en el momento en que se aproximan a su blanco.

Vale la pena detenerse y referirse a las inevitables connotaciones estéticas que el investigador puede recoger contemplando el notable como hermoso espectáculo de una jauría de once glóbulos blancos acosando a la célula cancerosa. El profano, contemplando este espectáculo alcanzaría a experimentar una impresión calificable de estética, como la que con gran probabilidad experimentaría sin gran esfuerz analítico, si se detuviese a mirar por ejemplo, el gran cuadro de P. Vos, que se encuentra en el Musco del Prado, en Madrid, y que muestra con gran naturalismo y dramatismo una escena de caza en la que una jauría de nueve perros ataca a un venado que ya se ve muy cercano a su fin. Esta escena, que el artista ha perpetuado, a no dudar sería calificada como una obra de arte, con suficientes credenciales como para permanecer por una eternidad en los muros del Museo de Arte. Nos podemos preguntar: ¿Porqué para el lego, una escena extraída de la realidad del mundo microscópico, que tiene para su descubridor indiscutible belleza, realismo y dramaticidad, no inferiores al cuadro de Vos. no es juzgada también como artística? La respuesta plausible, es que el lego para que pudiera disfrutar del mensaje que la escena transmite, debería disponer de un saber previo que no posee. Este saber resulta indispensable para identificar lo que allí se representa y percibir el drama de una lucha inexorable para proteger la organización viviente.

Para el profano, el perro y el venado son protagonistas de la vida cotidiana, integrantes del paisaje que la retina recoge fácilmente y que se almacena en la memoria. Las células y sus propiedades pertenecen al mundo de lo no visible y disfrutarlas requiere vivir la experiencia del buscador que es capaz de traspasar la barrera del misterio sólo con los recursos de la tecnología y del saber de su propio acervo.

Estoy convencido, como muchos grandes científicos lo han reconocido, que la investigación científica, en la búsqueda de explicaciones de los cómos, ofrece continuamente momentos notables de deleite estético. Esto no podría extrañar si se piensa en las analogías profundas que existen entre la creación artística y la creación científica. Lo que sabemos del mundo físico, es en cierto modo, una manifestación de una realidad creada por el hombre. Lo que describimos de ella es la manera como la interpretamos, y esta descripción está en continuo cambio en la medida que enriquecemos el saber y rectificamos o damos más precisión a las medidas. Se ha debatido si en el quehacer científico hay verdadera creación. La idea es resistida porque se piensa que lo que el científico descubre estaba allí creado de antemano, la naturaleza lo tenía en cierto modo oculto, y por lo tanto su hallazgo corresponde a un descubrimiento, a algo que otros no habían visto. Sin embargo, en la generalidad no es así. La búsqueda científica, es muy diferente al trajín de buscar algo perdido que se conoce de antemano, como es el caso de ir en pos de encontrar un sombrero o un paraguas xtraviados. ‘Tampoco, como ha dicho Weil (10): los tesoros del conocimiento son como frutos maduros que pueden ser sacados de un árbol. Además, un científico, nunca iniciará una investigación sin haber elaborado con su imaginación y capacidad intuitiva un marco conceptual, formulando alguna hipótesis, o buscando apoyo en una teoría ya enunciada, o en una plataforma de saberes previos que incentivan su empresa. Esto representa un momento muy crucial de elaboración que exige un despliegue de la imaginación, ingenio y otras virtudes, que concurren en todo auténtico proceso creativo, en la edificación de algo que todavía no se ha formulado.

Para terminar, abordaré aspectos que he expuesto en otros momentos, y que se refieren a las características de la creación científica y creación artística con la convicción, como el filósofo Bronowsky (11) lo ha insinuado, que un análisis del proceso creativo de la Ciencia contribuye a tender un puente conceptual de unión entre el quehacer del Humanismo y el de la Ciencia.

En la creatividad, tanto artística como científica están involucradas las mismas virtudes anímicas: la imaginación, la curiosidad, la inventiva, y la capacidad de asombro (12). Esta última constituye uno de los dones más preciosos y muy propio de los humanos, que como antídoto del hastío, sostiene la fascinación, la simpatía por las cosas y por los seres y al mismo tiempo templa la tenacidad que exige toda creatividad fecunda, porque encandila la llama del entusiasmo para que éste no se extinga.

Sin embargo, los productos y mensajes que nacen de ambas creaciones, tienen un sabor muy distinto para el espectador ajeno, lo que en gran parte explica la brecha que el profano percibe y el porqué las juzga como antitéticas. Los frutos del investigador científico, son condensados en artículos entregados al juicio de sus pares, escritos en un lenguaje conciso, frío, sin aderezos, que resultan para el no científico, esotéricos, despersonalizados, cuando no impenetrables por su jerga inevitablemente técnica. Estas producciones aparecen deshumanizadas y ajenas cuando se confrontan con las creaciones del arte, que son fácilmente asimiladas, cuando no, ávidamente buscadas por el deleite estético inmediato que aportan y que gratifican al espíritu.

Inevitablemente, el relato científico, por el imperativo ético, al cual se somete, le impone ser un fiel intérprete de la realidad que describe, lo obliga a ser estrictamente objetivo y preciso excluyendo de sus descripciones todo elemento que pudiera ser más fruto de la imaginación que atributo del objeto que analiza. Ha de reproducir exactamente lo que la Naturaleza entrega con suficientes detalles de modo que quien intente reproducir su observación o experimento pueda confirmar sus resultados. El artista, sea éste un músico, escultor, poeta, escritor o pintor, realiza una obra que está realizada y destinada a ser disfrutada para llegar directamente a la esfera afectiva y promover emociones estéticas gratificantes y humanizantes. El éxito que el artista logra con su obra es tanto más resonante cuando más de su personalidad, imaginación, originalidad de estilo coloca en su obra. Realiza una obra que es única, definitiva, que le pertenece y que una vez terminada no admite retoques de manos ajenas. Ella no necesita rigurosamente de una obra anterior que la sustente; ella puede nacer, en cierto modo, de la nada. En la obra artística, el autor proyecta plenamente su personalidad, su estilo y deja para siempre grabado un sello particular, tan propio, cercano a su indeleble huella dactilar. Una sinfonía, un poema, una novela, una escultura, un cuadro, tiene el atributo de conservar para la eternidad peculiares matices de la personalidad de su autor. Las características del estilo pueden estar tan nítidamente expresadas por su ejecutor que éste resulta identificable en su creación. En la pintura, como puede apreciarse, confrontando cuadros de grandes maestros del período clásico permiten ver peculiares cualidades que cada pintor expresó a su manera. Sus autores vertieron su genialidad, pintando uno de los temas más reproducidos del Arte Pictórico, el de la Anunciación a la Virgen María. Si bien aparecen en todos ellos los mismos elementos plásticos, se advierten las diferencias estilísticas que denuncian la identidad de los que realizaron cada una de esas obras. Para reforzar el concepto, se ofrece otro ejemplo, de cómo la creación del artista, abordando una distinta temática inevitablemente deja impresa en la tela huellas imborrables de su propio estilo creativo

La situación tiene visos muy opuestos a los de la creación artística, cuando se examina lo que ocurre con las conquistas nacidas del quehacer de los científicos. Aparte que todo científico inicia su investigación sobre una plataforma de conocimientos y de supuestos que otros que le antecedieron contribuyeron a edificar, todo lo que encuentra nunca llega a alcanzar su título de propiedad, ni llega a ser una obra terminada, definitiva, que tiene en su generalidad, el carácter más bien de conjetural, preparatoria, provisoria, destinada inexorablemente, tarde o temprano, a ser superada, enriquecida o modificada. Más que individual el trabajo de un investigador científico es colectivo. Sin desconocer el papel decisivo de las mentes geniales, todo investigador aparece comprometido en una obra solidaria, única, comparable a la construcción de un singular edificio que no tendrá término, que cada día se eleva a mayor altura, en el cual, de vez en cuando, se hacen demoliciones, se derriban muros, se abren ventanas hacia horizontes inesperados, se iluminan rincones oscuros, y se proponen corredores que permiten un nuevo flujo impensado entre sectores que estaban incomunicados. En ese magno edificio, que no tendrá término y que pertenece a toda la humanidad, algunos albañiles sólo lograrán colocar unos pocos ladrillos, una palada de mezcla de cemento y arena, otros reforzarán pilares, pero unos pocos construirán vigas maestras. Todo lo que se hace y allí se coloca, ha sido previamente escrito en los papeles que ven la luz pública y reciben la sanción de sus pares. Si examinamos estos escritos, aún cuando nos relaten resultados asombrosos, encontraremos un estilo uniforme, tan impersonal, tan sujeto a normas objetivas y tradicionales, que por su texto y estilo universal no podríamos reconocer a su autor o a sus autores. Estos sólo los identificaríamos por el nombre que encabeza sus escritos, no por un sello personal, a diferencia de lo que ocurre con el artista auténtico que nunca deja de grabar con algo muy suyo la obra que sale de sus manos.

El lego, que poco conoce cómo se construye el saber científico, escasamente aprecia la fascinante epopeya que en su conjunto realiza la comunidad científica; en cambio siente que las expresiones del artista irradian no sólo belleza, sino también calor humano. Si bien no duda que la ciencia hace cosas prodigiosas que suelen despertar admiración, raramente percibe que el científico puede ofrecerle lo que el artista le proporciona, esos canales fáciles de empatía y comunicación, por donde pudieran llegar y hacer vibrar a su esfera afectiva con vivencias estéticas que derivan de los asombrosos episodios que surgen del quehacer de la Ciencia.

En todo el Sistema Solar el hombre manifiesta su señorío de creatura excepcional. Su capacidad de asombro que nutre tanto su creatividad artística como científica, le permite disfrutar de su propia creatividad y de las inagotables y sorprendentes creaciones de la Naturaleza. Para el hombre sensible. Ciencia y Arte comparten la tarea vital de sostener la eterna dialéctica entre el consenso y el disenso que hace de él un Ser libre para pensar, para analizar la realidad, la verdad, la belleza y sentir plenitud en el bien prodigado.

Arte y Ciencia contribuyen a que no se pierda la dimensión de lo universal y ambas concurren para enriquecer el Ser, tanto en el quehacer como en el ocio y procuran para los que perseveran en la Fe, las serena alegría de aceptar que los seres humanos son las creaturas preferidas del Padre de toda Creación.

REFERENCIAS

1. Linowitz, Sol. The Future of the America’s Sciencc, 181:916, 1973.

2. Silva Encina, G. El Futuro radiante. El Mercurio, 27-1X-1987.

3.-Gianfranco, Morra. «Por qué la Cultura Contemporánea no respeta la vida?». El Mercurio, 17-1-1988.

4. Bravo, Lira, Bernardino. Las Humanidades en la Educación. Academia Nº 1, de la Academia Superior de Ciencias Pedagógicas de Santiago, 1981.

5. Vaclav Havel. La Política y la Conciencia. El Mercurio, VI-1990.

6. D. I. Las Humanidades más y mejores. El Mercurio, 27-IX-1989.

7. Hervé Pasqua. Técnica y Olvido del Ser. El Mercurio, 17-XII-1989.

8. Burbin, P. Diario el «Globe and Mail», Montreal, Canadá. 6-IX-1989

. 9. Passmore, J. A. Director Departamento de Filosofía. Universidad de Gamberra, 1982.

* Vale la pena, en este punto, referirse a un hecho que más que anecdótico, tiene un gran interés histórico. Hace más de 100 años se descubrió la propiedad de la nitroglicerina y de nitritos de aliviar los dolores anginosos. Este efecto fue claramente atribuido a una dilatación de los vasos coronarios, y hasta el día de hoy con gran eficacia se utilizan porque esas drogas poseen la propiedad de generar en las fibras musculares lisas, NO de efecto relajador, el mismo agente que se sintetiza en las células endoteliales. El instaurador del glorioso premio que lleva su nombre, el sueco Nobel, descubridor del explosivo nitroglicerina, con el cual hizo una enorme fortuna, nunca imaginó que ese mismo producto en forma de gotas, lo iba a usar en sus últimos años para calmar sus ataques anginosos.

10. Weil, H. Space, Time, Matter Mathuen, London, 1922.

11. Bronowsky, J. El ascenso del Hombre. Ed. Fondo Educativo Interamericano, 1979.

12. Croxatto, R. Héctor. Creación Científica y Creación Artística. Revista Universitaria, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1984.

Nota.- «La Visión Distorsionada de la Ciencia-tecnología y el Pretendido Antagonismo de éstas con el Humanismo. La Creación Científico y Artística». Articulo publicado en el libro El Pensamiento de los Premios Nacionales de Ciencias, editado por el Hospital Clínico de la Universidad de Chile.
 

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